No invento para ti un miserable paraíso de momias de ratones, tan ajeno a tus huesos como el fósil del último invierno en el desván; ni absurdas metamorfosis, ni vanos espejeos de leyendas doradas. Sé que preferirías ser tú misma, esa protagonista de menudos sucesos archivados en dos o tres memorias y en los anales azarosos del viento. Pero tampoco puedo abandonarte a un mutilado calco de este mundo donde estés esperándome, esperando, junto a tus indefensas y ya sobrenaturales pertenencias —un cuenco, un almohadón, una cesta y un plato—, igual que una inmigrante que transporta en un fardo el fantasmal resumen del pasado. Y qué cárcel tan pobre elegirías si te quedaras ciega, plegada entre los bordes mezquinos de este libro como una humilde flor, como un pálido signo que perdió su sentido. ¿No hay otro cielo allá para buscarte? ¿No hay acaso un lugar, una mágica estampa iluminada, en esas fundaciones de papel transparente que erigieron los grandes, ellos, los señores de la mirada larga y al trasluz, Kipling, Mallarmé, Carroll, Eliot o Baudelaire, para alojar a otras indescifrables criaturas como tú, como tú prisioneras en el lazo de oscuros jeroglíficos que las ciñe a tu especie? ¿No hay una dulce abuela con manos de alhucema y mejillas de miel bordando relicarios con aquellos escasos momentos de dicha que tuvimos, arrancando malezas de un jardín donde se multiplica el desarraigo, revolviendo en la olla donde vuelven a unirse las sustancias de la separación? Te remito a ese amparo. Pero reclamo para ti una silla en la feria de las tentaciones; ningún trono de honor, sino una simple silla a la intemperie para poder saltar hacia el amor: esa gran aventura que hace rodar sus dados como abismos errantes. El paraíso incierto y sin vivir.
Canto XVI De: Cantos a Berenice
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