jueves, 14 de marzo de 2024

Alicia Gallegos/ El corte siempre es definitivo

 

Alicia Gallegos

El corte siempre es definitivo

 

Apuró el paso. Se soltó el cinturón del impermeable. Comenzaba a sentir calor y palpitaciones.

Con unas pocas zancadas cruzó sin mirar a los lados, se guiaba por los sonidos, podía haberlo atropellado una silenciosa bicicleta. Por centésima vez comprobó que estuviese la navaja en el bolsillo trasero del pantalón H&M.

A esa hora el Boulevard Saint Germain estaba bastante despejado.

Pensó y trató de recordar si se había echado unas gotas del Good Girl by Carolina Herrera. No lo recordada.  La cuestión no tenía la menor importancia. ¿Quién iba a notarlo? Se estiró el cuello de la camisa hasta donde pudo para olerse. Sí. Lo había hecho.

En la puerta de Laurent Dubois, sintió que iba a desfallecer.

Sabía sin embargo que no iba a pasar nada.

Nada nuevo. Lo de siempre. Pero esta vez con la navaja, todo sería diferente. El cambio que pensaba concretar era importante.

La psiquiatra le había recomendado que actúe, que apresure la acción y que no se detenga en el pensamiento. También le dijo que observe sus fantasías y que las lleve a cabo. Le recetó clonazepán sin preguntarle si ya lo había tomado antes ni qué efecto le hacía. Esa mujer era absurda además de ridícula. Pensarla solamente le hacía sentir ganas de vomitar. Llevar a cabo algunas de sus recomendaciones era apenas una forma de vengarse. Sabía con certeza que todo iba a salir mal y que al final ya nada podría repararse. 

El tipo de la charcuterie se lo había explicado muy gráficamente hacía unos días: El corte siempre es definitivo y el tajo inevitablemente deja huellas. Lo que se corta nunca volverá a ser como antes.

Entró. No fue necesario sacar número porque no había nadie. No tenía tiempo para arrepentirse. Del otro lado del mostrador estaba ese joven portugués que ya lo había atendido antes y del que ahora no recordaba el nombre. Señaló la horma de brie, una grande de 3 kilos.

Todo empezaba a desdibujarse. El vendedor le dijo algo que ni escuchó. La boca se le secaba. Comprobó otra vez. La navaja estaba en su lugar.

Pagó en efectivo sin esperar el vuelto y salió.

Tenía que caminar bastante para llegar a los Jardines de Luxemburgo, buscar un banco, abrir la bolsa, sacar la navaja, comerse los tres kilos de queso, sin hablar, casi sin respirar, sin una copa de vino, sin un trozo de pan, sin un gato que lo acompañe. Esta vez no iba a cortar el queso con las manos, tenía la navaja, todo sería más prolijo.

 

 



 

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